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I. LOUISE. EL ENCANTO DEL IMPOSIBLE

I. LOUISE. EL ENCANTO DEL IMPOSIBLE

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  1. El Poder, ¿qué Poder?

 

“Fui a Washington para relajarme un poco.

―Alfred, Alfred, la lluvia te reclama― escuché decirme.

En medio de aquel luminoso renacer interno vi al Mal como una opción decididamente alejada. Un poder de convicción nada despreciable, ya se sabe, pero fácil de sobrellevar si uno se encuentra establecido en una calidad de propósito bien definida. Todo ello, naturalmente, teniendo en cuenta la incertidumbre de si ya se trata de un asentamiento existencial establecido, consecuencia de un cambio sustantivo, o, por el contrario, de una de aquellas determinaciones transitorias que se toman en momentos excepcionales, cuando uno hace el firme propósito de ser más bueno de ahora en adelante. De arrimarse decididamente a una causa universal que le aleje del egoísmo y la frialdad. Bastante difícil de saber, la verdad. Sí, pero esta vez me pareció un cambio profundo, uno de aquellos hechos irreversibles que afectan los mismísimos fundamentos del ser.

―¿Había sido aquel zarpazo siniestro, las voraces llamaradas de fuego purificante, o la conversación decisiva con el Conde de Saint Germain?― me pregunté sin encontrar respuesta.

Algo había ocurrido, me sentía muy transformado.

―Kumbha comienza a inquietarse, este Alfred parece que quiera renegar de sus principios. La influencia del Alquimista francés metido a Ministro de la Guerra ha sido nefasta, y el zarpazo de Kumbha fatídico a la hora de despertarle el patriotismo. Ya te advertí que sería peor, Khara, Alfred se crece con el infortunio. Por compleja que se presente la adversidad, siempre acaba recomponiendo la circunstancia a su favor para sacar el máximo provecho de ella. Tiene un espíritu demasiado ágil. Su ingenuidad le hace flexible en extremo, habrá que hacerle vulnerable con propuestas ambiciosas que pongan directamente a prueba su impulsividad y su falta de reflexión― dice el príncipe Aksha a un Khara que no da crédito a lo que está viendo.

Caminé hasta las escaleras que ascienden a la estatua sedente de Abraham Lincoln, acompañado por el eco de lejanos tambores. Allí estaba, inmóvil como una piedra, sin musitar palabra, con la mirada serena de los que creen que por encima de credos y religiones existe la Infinitud. Blanco y solemne.

Intuyo que algo enraizado en la naturaleza humana se opone a que florezca su verdadera naturaleza. ¿En virtud de qué extraña maldición nos negamos a nosotros mismos con tanto ahínco? Algunos dicen que nos negamos porque somos tontos.

—Ignorarse es una forma de negarse— dice Olivia.

―Ya se ve que un hombre que regala un anillo de bodas a su mujer con la inscripción El Amor es Eterno, participa de un orden de cosas que va más allá de lo humano que conocemos. Alguien para quien existe un contexto que sobrepasa lo propio, con el que entroncar para elevarse a una dimensión universal— me dije al verlo tan sereno, petrificado, tan blanco, tan tierno.

―Aksha, todo esto son intrascendencias. Lo verdaderamente peligroso de Alfred es que para hacerse más humano es capaz de transformar a toda la humanidad si es necesario.

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